“LA CALLE ESTRECHA” de Josep Pla
Por José Luis Vicent Marin.
Toda novela es ficción, eso ya deberíamos saberlo, pero ¡caramba!, algunas lo son menos que otras y no por eso pierden interés.
A mi entender “La calle estrecha” pertenece a este último grupo donde una realidad sencilla, anodina, casi boba, se transforma en una bellísima y apenas imperceptible ficción, lo que demuestra una vez más, que las mismas cosas pueden resultar diametralmente opuestas según los ojos que las ven, la mente que las procesa y las manos que las escriben, sin olvidarnos naturalmente de la personal percepción de quien las lee.
Ya el prólogo contiene una advertencia a esos, a nosotros, a quienes la leemos, sobre aquello que nos vamos a encontrar: “Un espejo sin pretensiones de argumentar nada”. Se trata simplemente de mostrar sucesos de lo cotidiano tal como son: “Hoy día se retoca todo, hasta la fotografía, haciendo de la verdad, mentira”. Todo esto contradice la necesidad de poseer un buen argumento para conseguir una buena novela.
Aquí el argumento es que apenas hay argumento (un veterinario que narra en primera persona un año de la vida de los vecinos de una calle de un pueblo del bajo Ampurdán comenzando el día de la toma de su plaza) y sin embargo yo personalmente me he encontrado con una atractiva novela donde la importancia de las cosas simples está muy por encima de las complejas. Se pone en valor (aunque también se le sacude por su inherente vacío) la ordinariez, el día a día de la gente corriente, la bella ignorancia (“¿qué es el amor propio? pregunta Montserrateta a su tía) apuntando a la vida aburrida y tediosa de los pueblos en los años cincuenta en la que un hecho insignificante se convierte en noticia. Ahora las noticias nos desbordan y no atendemos (o no conocemos siquiera) a nuestros vecinos más cercanos.
En los 3 primeros capítulos el narrador hace una radiografía de la evolución social en esa tierra dividiendo los grupos en “payeses ricos”, “payeses acomodados”, “payeses pobres” y “pequeños comerciantes”. Sirve al lector para tomar conciencia de la época y de los personajes que van apareciendo. Más tarde, en el capítulo XXIII, la señora Pura (viuda del anterior veterinario) enriquece esta radiografía cuando el veterinario le pide consejo sobre qué local frecuentar (Ateneo Recreativo, Casino u otros) y ella se extiende con sus opiniones y las heredadas de su tío Eduardo, gran conocedor del “ambiente pueblerino, nada satisfactorio, poco fiable y sobre todo soporífero”. Esta radiografía social se recupera más tarde en aquellos capítulos en que el veterinario acude al Ateneo Recreativo (tras una difícil valoración del estrato al que debía pertenecer un hombre de ciencia que solo es capaz de curar animales) para intentar incorporarse a las tertulias de alguno de los dos grupos separados por un biombo: el de los payeses más antiguos y el de los tenderos, pero no se siente identificado con ninguno de los dos obsequiándonos con una reflexión sobre la soledad del que llega de fuera, el forastero como “cuerpo extraño”). Los primeros se jactan de saberlo todo de cualquier tema (“si todos saben todo, ¿de qué hablan?”) para terminar con lo que realmente es su único objetivo: jugar al canario. Los segundos poseen 3 temas: el negocio (siempre en plan hipócritamente pesimista), las mujeres (caprichosas, volubles, inconstantes y las más “libres” origen de todas las calamidades) y como tercer tema las frases hechas que van encadenando una tras otra para alardear de sabiduría sin aportar absolutamente nada propio.
La mayoría de los capítulos pueden considerarse como una serie de relatos breves donde cada uno de ellos corresponde a uno o varios habitantes de “la calle estrecha” hasta conformar un conjunto cuyo denominador común es esa antigua calle del ficticio pueblo de Torrelles (al parecer inspirado en Parafrugell) y suelen finalizar con un hecho que ironiza lo contado previamente (el perro Murillo expulsado de la taberna negándose entonces su dueño a ir nunca más, incluso cuando un buen día descubre que su amado Murillo se va por su cuenta a disfrutar del calor de la estufa, la angustia del abuelo Sebastián (hasta su muerte) por haber provocado que su nieto tragase una moneda que le ofreció para jugar y que expulsó tan ricamente cuando le vino en gana, etcétera.
Sin embargo, los últimos capítulos tienen como eje central el “estropicio” que Miquelet, Enriquet y Ramón obran en Montserrateta, cuyo indiferencia exasperante por elegir a uno u otro (lo de menos es saber quién es realmente el padre de la futura criatura) obliga a que su encamada tía Elvira a quien se presentan uno a uno los tres mozos en similares escenas casi cinematográficas, derive su elección al buen criterio (luego se verá que se trata más del práctico criterio) de Mosén Frederic, el cura del pueblo. En ellos, la voz cantante (y nunca mejor dicho) la lleva Francisqueta a la que el veterinario contrató como cocinera en una triada que la señora Pura (la sensata viuda del anterior veterinario) le presentó para que eligiera. En ese momento Francisqueta ya mostró su carácter al opinar sobre si el Señorito era o no adecuado para ella y en esta última parte se convierte en el correveidile del gran tema de la calle estrecha, su vigilante y portavoz (si no habla no existe) de cada movimiento y sobre todo de cada entrada y salida de Monserrateta y los muchachos en la Iglesia o en casa de su tía
Del narrador desconocemos sus rasgos físicos y algo más sus opiniones o reflexiones, sin embargo todos los personajes digamos secundarios tienen su momento descriptivo dentro del capítulo en el que son introducidos y en su mayoría desaparecidos si no es para mencionar al final de la novela que su vida en ese año no ha cambiado lo más mínimo. Lo hace como un experto dibujante crearía una caricatura, ensalzando las características físicas más evidentes con cuatro rayas y obviando las demás. Incluso sus expresiones más notables las podemos “ver” como si de una viñeta cómica se tratase. También los rasgos psíquicos son debidamente puntualizados con las palabras justas.
Nuestros cinco sentidos se sienten inmersos en una exquisita descripción de lo que a veces se antoja indescriptible. Así visualizamos sin esfuerzo, los locales, las casas, las sendas y el campo, escuchamos sonidos urbanos o de la naturaleza como el rebuzno del borriquillo Baldiri, la bacía de latón del peluquero, el yunque del herrero o el canto del ruiseñor en un día de lluvia, percibimos olores como el del esparto, el vino o los rosales de San Poncio, saboreamos con gozo o repulsa los pájaros fritos de la viuda de la vieja taberna con su cric-cric al morderlos y hasta notamos la textura de legumbres y hortalizas como las habas, los guisantes o las alcachofas.
Todo narrado con maestría, como dibujando las palabras sin salirse de los márgenes caligráficos y ortográficos que un niño aplicado se esforzaría en mantener para que se leyese bien su escritura y de los márgenes que un adulto excelso adoptaría para difundir un texto destinado a la comprensión sin pedanterías, extendiéndolo cuando lo considera necesario o reduciéndolo a fin de evitar rodeos superfluos con el uso de tan solo dos palabras, un sustantivo y un adjetivo, como “vidriosa curiosidad”, “satisfacción morbosa”, “ausencia vegetal”, “devastada fatiga” o “aspecto alicortado” por citar algunas, a los que yo, al finalizar la lectura, añadiría como modesta y seguramente menos adecuada contribución: “deliciosa intrascendencia”.