Costa este del Adriático: belleza y tragedia.
Fotos: Rodrigo Muñoz.
Texto: María García-Lliberós.
Un viaje supone siempre una oportunidad de extender la mirada sobre otros paisajes, otras sociedades, otras costumbres sobre las que hasta el momento solo nos habíamos acercado a través de la imaginación con el apoyo de lecturas y documentos audiovisuales. En este caso, el viaje a algunos de los países que conformaron la antigua Yugoslavia –Croacia, Bosnia, Montenegro-, singular caso de nación comunista no alineada con Moscú, iba a durar del 19 al 27 de junio y aportaba una carga de profundidad adicional: los nombres de Mostar, Sarajevo, Dubrovnick y otras ciudades previstas en nuestro programa de viaje, nos resultaban demasiado familiares como espacios bélicos, objeto de noticias en los telediarios durante la Guerra Yugoslava que estalló en la década de los noventa, el mayor conflicto multilateral europeo tras la Segunda Guerra Mundial. Una confrontación étnica que para la mayoría de la gente resultaba confusa por el elevado número de contendientes, seis, aliados y enfrentados a lo largo de la guerra de diferentes formas, peleando al final todos contra todos, estimulados por sentimientos nacionalistas e intereses económicos y culturales diversos, además de las tensiones generadas entre las religiones dominantes en la región, la ortodoxa, la católica y la musulmana. Esta guerra ha estado presente a lo largo de nuestro periplo porque sus huellas profundas todavía se perciben en forma de ruinas parciales e impactos sobre las fachadas de los edificios urbanos y como una herida profunda en el tejido social.
Sin embargo, la aproximación a nuestro destino discurre a través de una atmósfera diáfana. Desde la ventanilla del avión percibimos por primera vez el mar Adriático, ese apéndice privilegiado del Mediterráneo, de aguas tranquilas, limpias y azules, en contraste con los diversos verdes del paisaje interior. La imagen es por completo seductora destacando el perfil caprichoso de la costa croata, dibujando numerosos entrantes que actúan como puertos naturales de pequeñas embarcaciones, resguardadas de inclemencias marítimas, aunque parezca improbable que el mar pueda enfurecerse por esas latitudes, calas de discreto acceso, casi solitarias, o franjas de playa de reducidas dimensiones en las que disfrutar del baño, como si la naturaleza de manera espontánea hubiera decidido defenderse de las multitudes, y gran número de islas, islotes y peñascos, en su mayoría vírgenes, que sugieren excursiones placenteras. Desde el cielo lo que se observa es de una belleza perturbadora y resulta difícil imaginar atrocidades teniendo lugar en un escenario tan lírico.
Aterrizamos en el aeropuerto de Split, una ciudad que tiene mucho que ofrecer y a la que regresaríamos al final de nuestro viaje, porque nuestro primer objetivo fue Dubrovnick. Antes atravesaríamos en autobús el valle del río Neretva, ancho y caudaloso, rodeado de tierra fértil, con cultivos de cítricos, huerta y viñas. La penísula balcánica es montañosa y muy verde y sorprenden los pequeños bosques de esbeltos cipreses diseminados entre la población de pinos, robles y monte bajo que cubren su superficie. Dubrovnick es una ciudad situada al sur de Croacia de 45.000 habitantes volcada al mar. Declarada parte del patrimonio mundial de la UNESCO en 1979. La elegancia del casco antiguo de Dubrovnick es deslumbrante. Se encuentra peatonalizado por completo. Tiene un emplazamiento maravilloso, está amurallado y se organiza mediante una trama urbana sencilla, la cuadrícula, una calle principal que comunica una de las puertas de entrada con el puerto viejo y pequeñas calles perpendiculares, algunas muy estrechas, de apenas 1,50 metros de ancho lo que favorece las sombras y la brisa, elementos objeto del deseo en los tórridos veranos. Las de la margen izquierda presentan una pendiente importante y mantienen huellas de la existencia de vida residencial. Nada más delicioso que sentarse a una mesa en uno de los lados de estas callecitas y degustar con tranquilidad una cerveza bien fría mientras damos un respiro a los pies. Dubrovnick sufrió bombardeos por parte de serbios y montenegrinos durante la guerra de los noventa, por lo que visitamos una ciudad en parte reconstruida de forma modélica, manteniendo todos sus edificios históricos más representativos –palacios, museos, iglesias, monasterios, fortalezas, fuentes- disponibles al público y mostrando en su conjunto una armonía arquitectónica envidiable. Predomina el tenue color dorado de la piedra.
El problema actual de Dubrovnick somos los turistas. Nuestro comportamiento es comparable a una invasión de termitas. La ciudad es destino de cruceros y cuando coinciden dos, el máximo que se permite, el colapso está asegurado. De hecho, los residentes de toda la vida están abandonando el recinto amurallado para mudarse a zonas del extrarradio más tranquilas animados por la subida de los precios inmobiliarios, hasta 18.000 €/m2, lo que da lugar a la transformación de viviendas familiares en apartamentos turísticos de mucho trasiego, y tiendas de recuerdos y restaurantes en plantas bajas. El comercio se está vulgarizando y al turista se le exprime. Estuvimos mi marido y yo en Dubrovnick hace diez años y pudimos recorrer la muralla gratis, un paseo que rodea todo el casco histórico muy recomendable. Ahora cuesta 27 € por persona, un ejemplo de cómo las cosas están cambiando deprisa y algo más tendrán que hacer para limitar el número de visitantes. Nuestro grupo estuvo allí el 20 de junio y la ciudad ya estaba atestada. Ni imaginar quiero lo que será julio y agosto. A pesar de ello, a Dubrovnick no se puede renunciar al ser, con diferencia, la ciudad más hermosa de Croacia y una de las más bellas de Europa.
Nuestra siguiente parada era Kotor, ciudad de Montenegro lo que nos obligaba a enfrentarnos con la segunda incomodidad del viaje (la primera fue el intenso calor): la frontera, algo que teníamos olvidado. Croacia pertenece a la Unión Europea, pero Bosnia y Montenegro no por lo que cada vez que salíamos de Croacia para pasar a uno de estos países debíamos de enfrentarnos con dos controles fronterizos, de salida y entrada respectivamente y depender del rigor de los policías de turno. Así unas seis veces. En alguna ocasión la espera fue demasiado larga.
Montenegro es un país pequeño de 13.812 kilómetros cuadrados, un tercio cubierto de bosques, bastante montañoso y con una franja costera que asoma al Adriático donde se ubican las poblaciones de Kotor y Budva. Ambas merecen una visita, están amuralladas y conservan su estructura medieval de calles laberínticas por las que deambular sin temor a perderse porque acaban conduciendo a la plaza o lugar de encuentro, próxima a la puerta de entrada a la ciudad. Especial interés para nosotros tienen algunas iglesias ortodoxas por sus diferencias con las católicas: ausencia de bancos para sentarse porque lo impide las normas de su liturgia, de estatuas y proliferación de iconos. Ambas ciudades han gozado de la influencia de la república veneciana que dejó su huella de buen gusto en innumerables detalles arquitectónicos. De Kotor me queda la imagen de la plaza de Armas llena de animación. Me sorprendió la afluencia de turistas. Ni Kotor ni Budva pueden compararse ni tienen la fama de Dubrovnick y, sin embargo, ahí estábamos contribuyendo a transformar un lugar histórico tranquilo residencial en un escenario mercantilista e inhabitable. Proliferan las tiendas de regalos, los bares y puestos de helados y muchos de nosotros nos agenciamos sombreros para protegernos de un sol inmisericorde.
Bosnia-Herzegovina es un estado pequeño con mucha carga histórica sobre sus espaldas. Baste recordar que en Sarajevo, en 1914, fue asesinado el archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del Imperio Austro-Húngaro, por un joven bosnio independentista, dando pie al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Visitamos las ciudades de Mostar y Sarajevo, la capital, siendo esta última la que me resultó más interesante. Su trama urbana se extiende siguiendo el curso del río Miljaka, caudaloso y lleno de vida, con sendos paseos a sus márgenes. Se aprecia enseguida la influencia del imperio otomano, al que perteneció, y la presencia musulmana en la ciudad entre sus gentes. En nuestro recorrido a pie por el barrio de Bistrick, centro histórico y comercial, visitamos, en apenas tres manzanas, cuatro templos abiertos al culto: la mezquita Imperial, majestuosa y la más antigua de la ciudad, una sinagoga, y dos catedrales: la ortodoxa y la católica, que dan fe de la convivencia de cuatro religiones distintas con sus correspondientes ansias de influencia cada una. A continuación se extiende el zoco: calles de pequeños comercios atiborrados de mercancías que recuerdan, por su estructura, contenido y comportamiento de los comerciantes, los mercados de Estambul, Fez o El Cairo. El aire transporta aromas de especies culinarias árabes que salen de los bares y restaurantes salpicados por las estrechas callejuelas.
Sarajevo fue sede de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984 lo que supuso un importante estímulo para su economía y turismo. Pero luego sufrió el asedio más prolongado a una ciudad en la historia de la guerra moderna. Duró desde abril de 1992 a finales de febrero de 1996, casi cuatro años, en los que el ejército serbio, controlando la casi totalidad de los accesos a la ciudad, desplegó su capacidad de terror sobre los residentes de Sarajevo, mediante bombardeos y francotiradores. Se practicó la limpieza étnica y se utilizó la violación de mujeres musulmanas como arma de guerra. Se calcula que recibieron 329 impactos de proyectiles al día, visibles en muchas fachadas todavía, 3.500 edificios fueron destruidos, entre ellos la Biblioteca Nacional con fondos de gran valor que ardieron en un incendio. Por eso resultó tan emocionante la visita al Túnel de la Esperanza. Dicho túnel, de 800 metros, salvó vidas. Conectaba el sótano de la sencilla casa de la familia Kolar, a las afueras y ajena al asedio serbio, con el garaje de un edificio de apartamentos en Dobrinja, un barrio de la ciudad, pasando por debajo del aeropuerto custodiado por los Cascos Azules de la ONU. Lo excavaron ciudadanos de Sarajevo con palas, picos y sus propias manos, sin asistencia técnica alguna. Terminado en 1993 permitió el suministro de alimentos y medicinas, la salida de gente y fue una vía para eludir el embargo internacional de armas impuesto al ejército bosnio. Su visita es muy recomendable. En torno al mismo hay un museo, sencillo y tosco, sobre el proceso constructivo y un pequeño homenaje a las personas que lo llevaron a cabo. Consigue despertar la sensibilidad del visitante y hacernos reflexionar sobre el heroísmo, el trabajo solidario y la capacidad humana para luchar contra la adversidad.
Volvemos a Croacia, a Split, ciudad que debe su existencia al emperador Diocleciano, nacido en Dalmacia en 244, y emperador de Roma durante 21 años, entre 284 y 305 cuando decidió abdicar, convirtiéndose en el primer emperador que dejó el cargo de manera voluntaria. Decidió retirarse al palacio que había encargado construir en la costa de su tierra de origen. Ubicado en un lugar estratégico frente al mar, se le llamó palacio porque albergaba la residencia de Diocleciano, pero su estructura casi rectangular se asemejaba más a una fortaleza con torres angulares en las fachadas al este, oeste y norte, y amurallado por completo. De hecho, sus más de 30.000 metros cuadrados se distribuían al igual entre residencia y guarnición militar. En la época de mayor esplendor llegó a albergar a nueve mil personas. Lo más interesante de la visita es imaginar la evolución en el uso de este imponente inmueble porque cuando los romanos se retiraron estuvo vacío durante varios siglos, hasta que en el VII residentes cercanos empezaron a hacer sus casas y negocios dentro de los cimientos del palacio (visitables e interesantes) y apoyados en sus muros. No se conserva nada de las estancias del emperador, pero sí el peristilo, un patio monumental que daba acceso a los apartamentos imperiales. Así, durante la Edad Media, una nueva ciudad fue surgiendo de las ruinas del palacio superponiéndose a las mismas. Hoy, una trama urbana de calles estrechas, restaurantes, tiendas y casas están dentro de las murallas. Incluso el mausoleo de Diocleciano ha sido convertido en la catedral de Split. Un palacio romano que con el tiempo se ha transformado en el centro bullicioso de una ciudad moderna.
Nuestro viaje llegaba a su fin, pero todavía nos aguardaba una sorpresa deliciosa: Trogir, cerca del aeropuerto e ideal para pasar las últimas horas en Croacia. Se trata de un pueblo de seis mil habitantes con mucho encanto que ocupa en su totalidad una isla en forma de huevo comunicada con el continente por un puente. No tiene desperdicio y a pesar de su tamaño cuenta con catedral, cuatro iglesias, dos monasterios, un castillo, un par de fortalezas, sinagoga, museo, numerosas tiendas y restaurantes donde se come bien a buenos precios. La trama urbana es la propia de las ciudades medievales, calles estrechas peatonales que invitan a callejear bajo sombras, fachadas de piedra gris, ausencia de disparates arquitectónicos o urbanísticos. Debió ser tranquilo en otros tiempos, aquellos en los que el turismo no existía y a las pocas personas que salían de sus casas a la aventura se les llamaba con propiedad viajeros.
Nos despedimos del Adriático. De nuevo, desde la ventanilla del avión contemplo extasiada la perfección sublime de esta parte del planeta. El azul del mar me recuerda el placer de un par de baños relajantes tras dos intensos días de ir al trote. La Tierra todavía está viva y con mucho que ofrecer. Somos afortunados por habitarla y deberíamos preocuparnos más por su salvaguarda.
Estas palabras no son exactamente una crónica del viaje. De hecho, visitamos más centros urbanos como Zadar y Sibenik y alguna maravilla paisajista como la catarata de Kravica, en Bosnia, sobre los que no me he pronunciado por no hacer el texto demasiado largo. He preferido centrarme en aquello que más me ha impresionado por su singularidad y significado.
Unas palabras finales para poner de manifiesto la buena organización del viaje, los hoteles cómodos y bien situados, la profesionalidad de los guías, el excelente cordero que comimos en Sarajevo, y la buena disposición del grupo para hacernos agradables los días que pasamos juntos. Todo contribuye a seguir alimentando la alta reputación de la Asociación de Amigos de la Nau Gran en el diseño de estos viajes culturales. Esperamos con ilusión el próximo.
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Dios mío!que comentario precioso ,intenso,enriquecedor.Muchas gracias