Ciclo Grandes directores, grandes películas (IV): El verdugo de Luis García Berlanga. Martes 29/03/11. Hora: 18 horas. Lugar: Colegio de Farmacéuticos de Valencia.
El verdugo Nacionalidad: España-Italia, 1963. Productora: Naga Films (Madrid) y Zebra Films (Roma). Dirección y argumento: Luis García Berlanga. Guión: Rafael Azcona, Ennio Flaiano y Luis García Berlanga. Productor ejecutivo: Nazario Belmar. Jefe producción: José Manuel Miguel Herrero. Fotografía: Tonino delli Colli, en blanco y negro. Música: Miguel Asins Arbó. Canción: Twist “El verdugo” de Adolfo Waitzman. Ayudante dirección: Ricardo Muñoz Suay. Intérpretes: Nino Manfredi (José Luis), Emma Penella (Carmen), José Isbert (Amadeo), José Luis López Vázquez (Antonio), Julia Caba Alba, Lola Gaos y Chus Lampreave (Visitantes del edificio en obras), María Luisa Ponte (Estefanía), María Isbert (Ignacia), Xan das Bolas (El guarda del edificio en obras), José María Prada (Funcionario de prisiones), Félix Fernández y Alfredo Landa (Sacristanes), Antonio Ferrandis (Jefe de servicios), José Sazatornil “Saza” (Administrador), Agustín González y Goyo Lebrero (Hombres que riñen), Sergio Mendizabal (Señor elegante), José Luis Coll (Organista), Pedro Beltrán (Guarda malhumorado), Emilio Laguna (Funcionario de Aduanas), Manuel Alexandre (Condenado), Elvira Quintillá. Duración: 90 minutos. Exteriores: Madrid, Manacor y Palma de Mallorca.
Según se mire, El verdugo no es más que esa historia de amor entre un sepulturero y la hija de un asesino, o, simplemente, la apuesta por la vida de dos jóvenes que llevan la muerte por comparsa, porque no hay otra o porque la gracia de todo está en que la aventura ocurra entre la España de los reos y la del boom de la construcción. Entre el tintineo metálico del garrote vil y las melodías de Los Vétales, y alguien tiene que estar entre el patíbulo y el solar en construcción, enamorándose y bailando aunque su sombría fama espante a los presentes. El verdugo es una película tan negra como luminosa, donde su autor se luce en lo que mejor ha sabido hacer: convertir el exorcismo de la propia historia en una tragicomedia de costumbres donde, ante la idea de hacer cine, el gozo siempre es mayor que la sombra.
Como ocurre con sus películas, Berlanga es, más que un nombre, una rúbrica. Un autor que ha renegado un poco de la solapa del archivo que lleva esa A de artista, quizá por saber que éste no es lugar donde los artistas se llevan los mejores funerales. Sus películas, están, camufladas aquí y allá por las discretas pero omnipresentes cajas negras del arte de la picaresca. Ahí está el maletín del pequeño verdugo, el repique sordo y siniestro de las piezas del garrote paseándose al son de la encorvada figura de Pepe Isbert por una España entre tremendista y dolcevítica.
Hay que tener en cuenta las historias, el tándem escribiente formado en el que también interviene el gran Rafael Azcona junto a unos guionistas italianos. Un conjunto que certificó proyectos que, como El verdugo o Calabuch, dieron inmortales imágenes al cine español. Pero hay que tener cuenta, ante todo, a los actores.
Todo en el filme, incluso los expansivos gestos que la presencia de Nino Manfredi dan a la nerviosa existencia del protagonista, son aciertos que se adaptan como la piel de topo al paso de una figura que quizás sólo en la piel de un cómico como Isbert no resulta carnavalesca. Pepe Isbert es uno de los actores más grandes que ha dado este país, la propia esencia del actor. En todos y cada uno de los fotogramas que componen la aventura de Nino Manfredi, vemos al verdugo, que pasa, que vive, que sonríe como todo abuelo adorable y que parte cuellos vigorosos porque “si existe la pena” —gloriosa frase— “alguien tiene que aplicarla”.
Lo mejor de las mejor película de Berlanga son, en general, esas figuras simples —y mayoritariamente carente de la belleza, la juventud eterna y la gracia física de toda estrella—, abriéndose paso en sus gestos a todo lo habido: la historia, el tremendismo, la picaresca, la paella, el chorizo y la horchata, el erotismo atizado por la censura y la invención del mocho y del chupa-chup.
Escribiendo de imágenes, hay que recurrir a una en particular, el plano que muchas veces el propio director ha rescatado para narrar la visicitud de la semilla previa a toda película. Luís y Carmen se casan —con esa sosería a la española que no sabe si la mueve el amor o la decencia—; él acepta heredar el oficio del suegro, porque al parecer el arte de dar muerte era derecho de sangre, como la monarquía; y el joven verdugo es llamado a Mallorca, donde se espera la ejecución de un reo.
Triste misión que se convierte en plácida y turística luna de miel. Los tricornios aparecen ahí donde menos se les espera —en una bella escena claroscura en Les coves del drac, justo cuando los recién casados, momentáneamente liberados del yugo pensinsular, están a punto de besarse libremente, amansados por la música de Offenbach. Luís acude a la prisión vestido de turista con el maletín de Isbert, temblándole el pulso, ejemplo de la transición de esas dos historias, la de los verdugos y la de los bañistas castizos persiguiendo a las suecas de las películas de López Vázquez.
Ahí nace la secuencia original. Un patio de prisiones de cemento blanco, un gran plano general en ángulo picado donde dos comparsas negras arrastran dos endebles figuras al patíbulo. El reo y el verdugo. El segundo más nervioso que el primero. Nino Manfredi desarticulado, hazmerreír del arte verdadero de la máscara, encarnando la esencia de ésa tragicomedia berlanguiana, doblado por las arcadas mientras el reo ya ha salido de campo y, adivinamos, empieza a encajar la espalda en la columna de madera, esperando estoicamente que alguien aplique la pena.
El joven verdugo, pusilánime y derrotado como los antihéroes bonachones del James Stewart que se pierde en el laberinto de malentendidos de Hitchcock, vuelve a tiempo de embarcarse de vuelta a Madrid junto a la familia. La bella Emma Penella guarda la paga manchada de sangre en el escote.
En el final, en esta composición de la imagen de un actor de otro tiempo ante los años 60, sabemos que el carnaval es lo de fuera y lo permanente es lo de dentro, lo que no abandona el barco por triste o gris que sea su destino. Ese hombre de boina y pantalón alzado a las axilas del bufón o a la panza del Tartufo, ése abuelo, es el verdugo y El verdugo es la figura de ficción. Aquello que permanece y vuelve siempre en su forma esencial, lo que siempre resulta real por mil disfraces que se le pongan. Lo que, simplemente, es.
(parte de la crítica que escribió en la revista de cine digital www.encadenados.org dentro del especial dedicado a Berlanga)