First Man (El primer hombre) -4- de Damien Chazelle
Elegía a la hija muerta
Damien Chazelle propone en este filme una mirada sobre un hombre en su intento, inútil, de liberación. Pase lo que pase, llegue donde llegue el personaje principal, Armstrong, estará siempre condenado a un encierro en el que no se vislumbre la salida. Puede que First Man no tenga una estética brillante, extraño siendo un filme sobre la historia del primer hombre que pisó la luna, ni sea grandilocuente, ni posea grandes efecto; al contrario es de una gran sobriedad. Su planificación evita las grandes tomas, centrándose, sobre todo, en grandes planos cercanos (y no sólo) del protagonista, en su andadura por hacer posible un sueño, una promesa, una redención o un encuentro con la vida en medio de la muerte que le persigue. Pero, allá en el cielo, en la luna, no existe más que vacío y silencio.
El comienzo es claro en este aspecto: el hombre encerrado en una nave espacial está punto de morir. De él sólo vemos, ocupando toda la pantalla, el rostro (mostrado a través del propio vaivén del aparato) escondido además por el casco-máscara que recubre su rostro. Una secuencia donde se vislumbra la angustia del hombre incapaz de poder dominar la nave que pilota. En la escena final, Armstrong aparece encerrado en una especie de cárcel: la obligada cuarentena. La presencia detrás del cristal que, en la habitación donde está confinado, le separa de su mujer supone algo más que separación obligada por las circunstancias. Más bien, lo que significa, es la incapacidad o la dificultad de unión de un matrimonio que camina a la deriva desde su amor. Y al que se oponen demasiadas cosas entre ellas la muerte de una niña, que nunca podrá ser olvidada.
La muerte persigue al protagonista. Quizá la película pueda irritar a los que gustan de juegos pirotécnicos, ya que no habla de heroicidad, patriotismo o del gran acontecimiento de haber llegado (Estados Unidos, los primeros) a la luna, sino de soledad, relaciones y disfunciones familiares, de amores y desamores, de fracasos y muertes, de la deriva de un hombre dispuesto a llegar a lo alto con el recuerdo de la hija muerta para librarse de su propia culpa: se siente responsable al creer no haber hecho lo preciso para salvarla. La clausura de ese duelo lleva consigo el llegar a la luna, venciendo a la muerte, para poder allí dejar para siempre la pulsera de la hija, una forma de romper con el pasado y unirse a la vida. Detrás del hecho grandioso, de la heroicidad no existe más que el intento (fallido) del protagonista por intentar hacer posible su personal misión. No lo consigue, tras de ese acto retrasmitido al mundo, sólo está la verdad del gran fracaso de Armstrong: la pulsera (de su hija muerta) que piensa dejar en la luna al soltarla sobre uno de los cráteres lunares, vuela al espacio. Es claro: la pulsera no queda enterrada en la luna, sigue su camino: el símbolo de su fracaso o, mejor, de no poder nunca dejar atrás el recuerdo que le persigue. El hombre triunfador, el (falso) héroe no es más que un ser frustrado, encadenado a un pasado que nunca podrá superar. Su éxito es otra derrota en una vida donde la muerte le ha perseguido y le perseguirá siempre. En la luna no hay ni encuentro con su hija, ni oraciones válidas. Sólo un espacio vacío y silencio.
En este sentido la película de Chazelle es fiel a sus películas anteriores al mostrar unos intentos de superación convertidos, al final, en humo. Las estrellas, en este caso la luna, no suponen alcanzar la paz personal. Tal hecho no sino una quimera como lo era para los protagonistas su sueño en La ciudad de las estrellas.
El filme de Chazelle en su falta de espectacularidad se centra, como queda dicho, en el personaje de Armstrong hasta el punto de ser él la película y no la la hazaña de la llegada a la luna. A través de su vida familiar, sus pruebas, los recuerdos, se va dibujando al personaje y su deriva emocional, dolorosa hacia el encuentro/desencuentro consigo mismo en un total aislamiento. Una escena como la obligada (le obliga a ello su esposa) despedida de los hijos, excepcional momento, por si no vuelve de la misión, ante la indiferencia de los hijos, no es más que el reflejo de unos seres cuya unión forma parte de otra historia. No sólo se plantea en ese momento. Otro gran momento es el de la recepción en la casa Blanca dada en paralelo a la muerte de dos compañeros en una nave o, también, entre otros muchos momentos, hay que destacar la del funeral de esos compañeros.
First Man es una gran, hermosa y triste película. Donde además del personaje de Armstrong existe otro destacable, su mujer. Si el actor, como ya ocurriera en La ciudad de las estrellas, es un actor inexpresivo, ella, aquí Claire Foy es una gran actriz, que da vida a un personaje excepcional: un contrapunto al de su marido en muchos sentidos. Digno de ser, igualmente, analizado detenidamente. Sin duda, estamos ante una de las mejores películas del año.
Cold War (3) de Pawell Pawlikowski
Encuentros y separaciones
La anterior película realizada por P. P., no su primer largometraje, pero si la primera conocida a nivel internacional, consiguió varios premios, entre ellos el Oscar a la mejor película extranjera. Era Ida una especie de curiosa, digamos, contestación a la espléndida Viridiana de Buñuel. Contaba aquel título con una impactante fotografía en blanco y negro, una particularísima utilización del encuadre (enmarcando a los personajes dejando mucho aire) y una reducción del tiempo fílmico merced a la utilización de numerosas elipsis.
Todas las virtudes de Ida siguen presentes en Cold War, acompañada de una muy buena banda sonora y con secuencias brillantes (la canción, por citar un ejemplo, que canta la protagonista en el local parisino). Narra el filme la historia de amor de la pareja protagonistas enmarcada, y formando parte de su relación, en una guerra fría, con lo que el título tiene un doble sentido: la guerra fría de los dos bloques –el ruso, oriental, y el americano, occidental- que se precipitó desde poco después de la terminación de la II Guerra Mundial (en realidad un intento, por parte de cada bloque, de ser el amo del mundo), por una parte; de la otra: la relación (una guerra) entre los dos amantes a través de un largo periodo de tiempo. Como en Ida la película limita al mínimo su duración (apenas hora y media) aunque aquí la historia se extiende a lo largo de casi una decena de años. Si en Ida se lograba una gran fluidez, aquí no se consigue produciéndose desajustes en la historia. El tiempo en cine se puede alargar o acortar cuando es preciso y se hace de forma consistente. Cold War no siempre lo consigue. La buena, casi excelente, primera parte se atranca y se atasca en la segunda para llegar a un buen final, eso sí, aunque rebuscado y, formando parte de un pretendido dicurso-cierre, digamos, moral. No quitan sus errores (sobran momentos como la canción ranchera juntos a otros difíciles de admitir: el esposo italiano de la protagonista, la marcha del protagonista a Yugoslavia el reconocer secuencias muy bien rodadas aunque se tenga la sensación de que ellas, y la película en sí, ha sido realizada por el director para embobar a unos y a otros desde su (forzada) brillantez, a la que perjudica además el carácter estereotipado de algunos personajes, cual es el arriba productor, al contrario de lo que ocurre con la protagonista cuya presentación, en esa especie de casting para formar parte de los coros y danzas polacos, está muy bien dada. De todas las formas, papanatismos aparte, es un filme notable, pero que plantea dudas sobre las próximas películas de su director.
Petra (3) de Jaime Rosales
El arte y la verdad
Las películas de Jaime Rosales sorprenden ante todo por el tratamiento novedoso que confiere a sus filmes, en su intento de renovar, transgredir, encontrar nuevas formas de lenguaje. Al igual, pero de diferente forma, que Patino, Portabella, Lacuesta, Guerín, Vermut…, Rosales plantea su juego fílmicos, sus búsquedas desde diferentes formas y modo. En Petra se acerca a unas nuevas formas de mirar, construir y al mismo tiempo deconstruir, un género tan desprestigiado como puede ser el folletín (o, para ser más cultos referenciando las tragedias griegas, al decir del propio Rosales), pero no un folletín cualquier sino desmelenado al máximo. Y lo hace construyendo una película sobre la verdad, la mentira y el arte a modo de capítulos de una novela en los que se altera el orden. Todo ello mirado por una cámara en constantes movimientos lentos en su afán por buscar los personajes y su verdad o de dejarles marchar fijando estancias, campos, lugares vacíos: presencia y ausencia.
En la película hay de todo: suicidios, asesinatos, hijos ilegítimos, posibles incestos… En ella se permite incluso ciertos toques humorísticos y hasta algún chiste privado: el personaje de Alex Brendemuhl le dice (en plan de broma) que lo suyo es matar a mujeres (lo que hacía en el primer largo de Rosales: Las horas del día). Rosales, y eso es lo importante, sigue fiel a sus orígenes, a su necesidad de búsqueda construyendo un cine inteligente y necesario echando mano, aquí, de unos planteamientos más populares.
Sobre toda la película planea el arte, su sentido y el de los propios artistas. Sí, incluso, el arte viene de dentro, se hereda y su misión es la verdad o la mentira, la satisfacción personal o la búsqueda del dinero. Juegos también de clases adineradas dominadores de vidas, dioses enanos que creen mover a su gusto a los seres como piezas de ajedrez o marionetas, sin darse cuenta que s
erán a su vez victimas de otros. Buenas interpretaciones, incluso la del malvado artista, primera vez que actúa, y que es en realidad el dueño de la masía en la que fue rodada la película. Necesitamos más, y sin distanciarse tanto en el tiempo, películas de Rosales. Aunque sólo fuera por su afán trasgresor, sus malabarismos en busca de nuevas formas de expresión cinematográfica su cine es ya digno de consideración.
Viaje al cuarto de una madre (3) de Celia Rico
…Hacia la liberación
He aquí una, en apariencia, simple película, pero, en realidad compleja en la forma de plantear tanto las relaciones personales como el tempo fílmico, en su hablar sobre soledad, amor, distanciamiento, liberación, duelos. Toda ella rodada en prácticamente un único escenario, con dos actrices inmensas y con escasos medios.
Viaje al cuarto de una madre, el primer largometraje de la sevillana Celia Rico (1982) es toda una sorpresa. Dedicada, al igual que Cold War a los padres, es, eso, un canto de amor y también una reflexión sobre lo que es y significa ese amor entre la entrega absoluta, la comodidad y los chantajes emocionales. Partiendo de la muerte del marido y padre, el filme se centra en la vida de las dos mujeres, madre e hija, en el piso que les resulta grande, ante la muerte padecida, y donde ambas van a convivir enfrentándose a la nueva situación. La mujer encerrada en la casa, sin salida al exterior, asumiendo la perdida hasta el momento en que piensa debe salir y vivir y la hija, unida a la madre, asintiendo a las necesidades (quizá egoísmos) de la madre, hasta que decidir tomar la decisión de dejar el hogar familiar, momento precedido de la escena, como indicaré después, repetida al final pero con distinto personaje, de la marcha de la hija a la fiesta. Instante preciso mostrando a la madre desde la puerta viendo como la hija baja las escaleras de la casa. Estamos ante un filme intimista, observadora de pequeños detalles (la madre cerrando la puerta de la habitación de la hija, antes de acostarse, cuando ésta se ha ido a trabajar a Londres) donde los dos personajes aparecen cercanos, reconocibles.
La hija decide marchar a Londres para trabar… pero vuelve. La vida allí, en otra casa, donde es explotada por un sueldo irrisorio, es peor que la dejada atrás.
Frustración de ambas mujeres en su intento de salir de ese espacio que las aprisiona y las mece. El plano de la madre despidiendo a su hija cuando va a una fiesta (no estarán juntas, pues, en el sofá viendo programas y más programas de televisión como una forma de intentar vencer su-compartida-soledad) se vuelve a repetir con la misma planificación, y mismo efectos posteriores, con la salida de la madre a una fiesta.
Sus destinos son idénticos, ambas mujeres, aquí y fuera, son reclamadas para solucionar, con compensación mínima, los problemas de los otros (el cuidado de unos niños en Inglaterra, vestidos confeccionados para los amigos), unas claras formas, distintas desde la lejanía o de la amistad, de explotación.
Los tiempos cambian. Muebles y objetos, por accidente o por necesidad, son sustituidos por otros más, digamos, modernos, pero, sea como sea, los personajes siguen encerrados en su una soledad de difícil solución
Adolfo Bellido López